Las locuras de los matasanos del pasado
Sangrías, pócimas con huesos de
muertos, castraciones… Lo hacían con buena intención, pero el desconocimiento
llevó a muchos doctores a cometer atrocidades.
La historia
de la medicina tiene algunos puntos oscuros, en la forma de errores, prácticas
sin sentido, conceptos anatómicos disparatados e ideas extravagantes que
determinados médicos aplicaron sin piedad a sus pacientes. Algunas de estas prácticas perduraron siglos,
hasta que la investigación seria consiguió dejarlas de lado. Otras no pasaron
de ser experimentos puntuales, tan inútiles como sorprendentes.
|
anagoria |
Una de las
publicaciones médicas más prestigiosas de la historia debe su nombre a un error
descomunal: The Lancet, fundada en 1823 y todavía existente hoy en
día. Se llama así por la lanceta,
un instrumento básico en el equipamiento de todos los médicos de tiempos
pasados, que lo empleaban fundamentalmente para llevar a cabo sangrías.
Hay ideas y procedimientos que no estarían
fuera de lugar en una novela de terror
Según cuenta
Douglas Starr en su libro Historia de la sangre, la práctica de
forzar el sangrado ha sido la que mayor tiempo ha perdurado: más de 2.500 años
desde que apareciera en las antiguas civilizaciones griega y egipcia. Su origen
es incierto, si bien suele
relacionarse con la llamada teoría de los humores –los cuatro elementos (flema,
bilis negra, bilis amarilla y sangre), de cuyo equilibrio dependía la
buena salud–, formulada por los griegos. Purgar el cuerpo de la sangre
mediante extracciones continuas permitía restablecer este equilibrio y curar
desde la neumonía a las jaquecas, pasando por la hipertensión o las fracturas
de hueso.
Y ello a
pesar de que jamás pudo demostrarse ni uno solo de estos efectos. Este
método contó con partidarios tan entusiastas como Guy Patin, decano de la
Facultad de París, que en el siglo XVII la creyó un remedio milagroso. Además
de utilizarla profusamente en pacientes de toda edad y condición, predicaba con
el ejemplo: sangró a su mujer doce
veces por una congestión, a su hijo veinte veces por una fiebre, y
a su octogenario suegro y a él mismo en siete ocasiones por un catarro.
Transfusiones
animal-ser humano
No fue esta
la única práctica temeraria relacionada con la sangre: en el siglo XVII
Jean-Baptiste Denis, médico de Luis XIV, estaba interesado en experimentar los
efectos de la transfusión de sangre animal a los seres humanos. Tras un
año de prácticas preliminares entre distintos animales, en 1667 inyectó sangre de ternero a un hombre
que sufría de violentos y repentinos ataques de cólera. El razonamiento
de Denis era que la mansedumbre natural del bóvido se trasladaría a su paciente
y frenaría sus trastornos.
Denis ni sus
colegas ingleses, que se entregaron a experimentos similares, podían saber
entonces que las proteínas de la
sangre animal son incompatibles con las de la humana: por consiguiente,
lo que estaban haciendo realmente era disparar el sistema inmunológico del
enfermo. Este producía enormes cantidades de anticuerpos para rechazar las
células invasoras: “Los riñones se esfuerzan por filtrar la hemoglobina tóxica
y los fragmentos de células. Los glóbulos rojos mueren a millones y la
hemoglobina oxigenada ennegrece la orina”, cuenta Starr.
La osadía
provocada por la falta de información preliminar y las suposiciones audaces han
dado lugar, a lo largo de los siglos, a un apreciable número de prácticas pseudomédicas con resultados entre lo
absurdo y lo homicida. Es obvio que, con los conocimientos de sus
respectivas épocas, poco podían saber los galenos sobre lo que realmente
hacían, y estaban convencidos de actuar en beneficio de sus pacientes y de la
ciencia médica. Con todo, hay ideas y procedimientos que no estarían fuera de
lugar en una novela de terror… O de humor negro.
Lejos
de ser formuladas por individuos extravagantes, algunas de las teorías y terapias de mayor desarrollo nacieron de
profesionales de la medicina muy respetados en su época. Un buen ejemplo
es el alemán Georg Stahl (1660-1734), creador de la llamada teoría del
animismo: era el ánima –el alma– la que albergaba la causa última de la vida y
controlaba los procesos orgánicos, por lo que muchas enfermedades se debían a
actividades mal orientadas del espíritu.
La fiebre no
era sino la lucha anímica por expulsar la enfermedad, por lo que no debía
combatirse. Además de esta teoría, dudaba de la eficacia del opio o de la
quinina, yrecomendaba la castración
como remedio contra las hernias. Hay que decir que Stahl llegó a
ser médico personal del rey Federico Guillermo I de Prusia, que falleció a la
edad de 52 años.
El sistema
varió poco a través de los siglos: la lanceta –un afilado cuchillo de doble
filo– abría una vena con un corte diagonal o longitudinal, mientras un
torniquete controlaba el flujo de sangre, que se recogía en un recipiente calibrado para medir las cantidades.
|
sanguijuelas |
Sanguijuelas
curativas
También fue
grande la influencia de François Joseph Victor Broussais (1772-1838),
catedrático de Patología en la Universidad de París, que basó toda su terapéutica en el principio de irritación: la
vida misma no era sino el producto de esa reacción, que excitaba los procesos
químicos del organismo y, cuando era excesiva, llevaba a la inflamación
gastrointestinal, fuera cual fuera la enfermedad. Tuberculosis, sífilis y
trastornos mentales se originaban en el intestino, así que no valía la pena
recurrir a la localización en los diagnósticos.
Si la idea
era peligrosa, su terapia lo era más aún: reducir las inflamaciones mediante un
régimen bajo en calorías y el sangrado –otra vez– utilizando sanguijuelas.
Broussais llegó a ser tan popular que Francia tuvo que importar estos
hirudíneos para atender la demanda: si
en 1825 se utilizaron algo más de dos millones de estos invertebrados, para
1833 la cifra superó los 41 millones.
Resulta
curioso que, en ocasiones, las ideas estrambóticas procedan de profesionales
que en otros campos hicieron contribuciones valiosas a la ciencia médica. Fue
el caso de Pierre Adolphe Piorry (1794-1879), que en el siglo XVIII contribuyó
a mejorar el diseño de los estetoscopios y realizó avances indiscutibles en el
campo del diagnóstico por percusión o pleximetría. El problema fue que declaró que cada órgano –pulmones, hígado,
corazón– tenía un sonido propio con el que respondía a la percusión, algo que
se demostró completamente falso.
Por su
parte, Jean Baptiste Brouillard (1796-1881), que realizó grandes avances sobre
las enfermedades del aparato circulatorio y del sistema nervioso, pasó sus últimos años defendiendo las
sangrías como terapia, a pesar de que por entonces su eficacia estaba más que
cuestionada. Además, no dejó de desautorizar las investigaciones de
Louis Pasteur.
Sin embargo,
estas excentricidades eran peccata minuta al lado de ciertos
experimentos.¿Qué tienen en común las
flatulencias y la decapitación? Nada, en principio, salvo por los
años 1814 y 1815, en que el médico François Magendie consiguió que el Gobierno
de París le proporcionara los cadáveres de cuatro guillotinados con la idea de
estudiar los gases que aún contenían sus estómagos.
Como
habían recibido su última comida un par de horas antes de la ejecución, “la
digestión estaba plenamente activa en el momento de su muerte”, según escribió.
Magendie extrajo gas de cada cuerpo en cuatro puntos del aparato digestivo, y
midió sus componentes. Sus conclusiones fueron que la mayor cantidad de hidrógeno no estaba contenida en el condenado
que había comido lentejas, sino en el que había elegido queso gruyer y pan.
Es para preguntarse si el resultado de sus investigaciones mereció pasar por un
proceso tan macabro.
Los siglos
anteriores ya habían visto la aparición de otras prácticas aberrantes basadas
en el principio de correspondencia que prevaleció antes de la llegada de la
medicina moderna. Por ejemplo, Plinio
el Viejo escribió que los heridos se curaban matando un animal con el mismo
hierro que los había herido a ellos y comiendo su carne, y estaba
convencido de que el hierro que había quitado una vida humana tenía virtudes
terapéuticas. Eran creencias que estaban relacionadas con el influjo que se
suponía tenían los cadáveres sobre los vivos.
|
disección |
Las
propiedades 'benéficas' de un cadáver
Dicho
influjo se manifestaba en sus supuestas propiedades curativas, recogidas por el
historiador Philippe Ariès: “La lista de las propiedades benéficas del cadáver
llega incluso albrebaje afrodisiaco,
compuesto a partir de los huesos calcinados de cónyuges felices y de amantes
muertos. Los vestidos de los muertos, un fragmento incluso, curan los
dolores de cabeza y las hemorroides”.
Uno de los
principales defensores de esta creencia fue el médico luterano alemán Christian
Friedrich Garmann, autor del libro póstumo De miraculis mortuorum,
donde incluía la receta del agua divina, de propiedades prácticamente
milagrosas: el ingrediente
principal era el cadáver de un hombre que gozara de buena salud, pero que
hubiera fallecido de muerte violenta.
Ese cuerpo
se cortaba en trocitos, incluidos huesos y vísceras, se mezclaban bien con la
sangre y se reducían a líquido en un alambique. El producto resultante era un
test infalible para determinar si un enfermo iba a curarse o no. Al brebaje se
añadían unas gotas de su sangre y si estas no se disolvían era señal de muerte.
Ariès advertía de que este tipo de preparados, por razones obvias, eran muy
costosos y complicados de preparar y, por tanto, estaban reservados a la gente
adinerada o poderosa.
Uno de estos
afortunados fue el rey Carlos II
de Inglaterra (1630-1685), que durante su última enfermedad bebió una poción de
43 gotas de extractos de cráneo humano. Tuvo que llegar Pasteur para
poner freno a tanta utilización de compuestos procedentes de cadáveres.
Hubo otros casos de experimentos cuestionables,
cuyos sujetos, por no decir sus víctimas, fueron personas de estratos sociales
más bajos. Quizá el más espectacular fuera el que se dio a principios
del siglo XIX en Estados Unidos y fue recogido, al igual que el de Magendie,
por Mary Roach en su libro Glup. Aventuras en el canal alimentario. Ocurrió
que, a los dieciocho años, el trampero Alexis Saint Martin quedó gravemente
herido a consecuencia de un disparo en el costado; tan gravemente, de hecho,
que la herida nunca llegó a cerrarse.
El estropicio
se convirtió en una fístula donde el agujero en el estómago se unió con los
agujeros superiores en los músculos y la piel. Este fenómeno sugirió a William
Beaumont, el mismo cirujano que había operado a Saint Martin, la idea de que se
encontraba ante una oportunidad única y estupenda para experimentar de primera mano con la acción
directa de los jugos estomacales.
Durante
varios años, utilizó el orificio
para introducir en el estómago del trampero diversos alimentos atados con un
cordel, que recuperaba unas horas después. Algunos habían desaparecido,
plenamente digeridos, como si los hubiera ingerido por el procedimiento normal;
otros permanecían más o menos intactos, como era el caso de la carne cruda.
¿Qué
consiguió Beaumont tras años de someter a su paciente a este método de
alimentación alternativa? Según Roach, “que la digestión es química, no mecánica, pero los científicos
europeos habían descubierto lo mismo dos siglos antes usando animales. Que la
proteína se digiere más fácilmente que la materia vegetal. Y que los jugos
gástricos no necesitan de las fuerzas vitales del cuerpo. No demasiado, en
resumen”.
Dejando
aparte que sobrestimó la importancia de los ácidos gástricos, pasando
completamente por alto el papel de la pepsina y de las enzimas pancreáticas
presentes en el intestino delgado. No
faltaron las sospechas de que la aparición de una herida tan curiosa no fue
casual, sino que fue intencionadamente creada por el propio Beaumont,
que ya tenía en mente utilizar al trampero como conejillo de Indias. No
obstante, ya se sabe: todo por el bien de la ciencia… Y en muchas ocasiones por
el mal del paciente.